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Experiencias en la Universidad. Primera impresión.

Mi permanencia en la Universidad Central de Venezuela ha sido, por ahora, aproximadamente de cincuenta y cinco días, es decir, menos de dos meses de treinta días cada uno. Estoy cursando apenas el primer semestre del período formador que, espero, concluya en una licenciatura a la profesión que me dedicaré el resto de mi vida, por lo que no soy la mejor persona para hablar de grandes experiencias; maravillosas sensaciones al encontrar el verdadero amor tras la taza plástica de un café negro caliente en las mesas del primer piso de FACES mientras finalizo un resumen de último minuto sobre la guerra Franco-Prusiana o, simplemente, alguna anécdota medianamente interesante que llame la atención del cuerpo estudiantil y despierte la admiración, ¿Y por qué no?, también la envidia de mis compañeros. Una pizca de soberbia no está mal en la vida, el orgullo también es necesario para abrirse paso y en la universidad, el tutorial de la vida, salva bastante el pellejo.

Sin embargo, pese a la inexperiencia frente a muchos, aún tengo fresco en mi memoria los primeros minutos que pasé en la institución como parte del cuerpo estudiantil oficial. Lo primero que me viene a le mente es que hacía un frío tan terrible afuera que ni me provocó levantarme de buenas a primeras de entre las maravillosas colchas de la cama. Siempre me he preguntado porque se ponen tan deliciosas a esa hora y en medio de la noche pueden ser tan calurosas, sobre todo cuando te pasaste la mitad de esas horas vuelta y vuelta, teniendo mucha sed o, buscando esa posición gloriosa que apaga las luces del entendimiento tan rápido como una cuenta de luz vencida sin pagar.

Por supuesto, el misterio de las sábanas no duró mucho tiempo en el manojo de tela y carne que era, porque mi madre me levantó con toda la dulzura de una mujer apurada a las cuatro de la madrugada, un lunes septembrino. Madre solo hay una. ¡Y gracias al cielo por eso!
Si, definitivo una mañana digna de recordar dentro de un futuro con la sensación amarga de la nostalgia y el cosquilleo incomodo del anhelo al ayer. Creo que la pintaré mucho más maravillosa de lo que en verdad fue. Aún hoy, la veo tras la bruma del asombro, incrédula que hubiera afrontado ese paso decisivo en la entrada a la educación superior. Créanme, cuando lo viví, lo único que quería era encontrar mi salón y no hacer el ridículo frente a la universidad completa en menos de una semana; no pensaba en pajarillos, gloria o, siquiera, hacer amigos. Solo quería sentarme en un pupitre y ver clases del modo más pacífico posible.

Inició como cualquier otro día normal en mi vida. Apresurada, tanteé en la oscuridad de la estrecha habitación en busca de mis anteojos usuales y necesarios para actividades tan ordinarias como servir un vaso de agua; tropecé varias cosas en medio, es que la torpeza natural de un ser con dos pies izquierdos no la cura ni el par más avanzado de lentes infrarrojos, y finalmente, mientras bostezaba cual oso, salí a la sala-comedor iluminada apenas. La primera sensación palpable, aparte de la modorra esperada a esa hora endemoniada, fue que mis ojos estaban siendo perforados por miles de cuchillas plateadas provenientes inequívocamente de la única fuente de luz. Desprecio ese bombillo con toda el alma desde ese día…Siempre entrometiéndose bajo la puerta…

Farfullé unas inentendibles palabras a mi madre antes de encerrarme en el pequeño baño; ignorando mi rostro molido y la tormenta castaña oscura que era la mata de mi cabello, me dediqué a intentar despertarme, evitando pensar en el duro día que tenía por delante, los escenarios catastróficos que desatarían una tercera guerra mundial donde yo sería la responsable y, por supuesto, eliminando cualquier rastro de dentífrico en mi rostro que acarrearía una burla nada deseada. Eliminé tan bien la suciedad de mis pieles que parecía un gringo regresando a su hogar después de una buena temporada en Mochima. Un camarón con anteojos embutida en una chaqueta gruesa a las cinco de la mañana, en la ciudad de Caracas. Un buen comienzo, sin lugar a dudas.

¡Pero, estaba muy feliz! Era una estudiante universitaria, con la foto en el carnet que nada tenía que envidiar a la amada cédula y al querido pasaporte. Nerviosa, emocionada, orgullosa, aterrada…Tantas emociones en un solo día, en menos de doce horas. Creo sinceramente que es en ese primer día donde las facultades, las escuelas, el complejo administrativo universitario… ¡En definitiva, todos! Pierden las etiquetas, las posibles disputas y los piques que se tienen bajo la responsabilidad de recibir a los nuevos estudiantes. Es allí donde se ve el orgullo de pertenecer a la Universidad Central de Venezuela. De ser Ucevista, de pertenecer a la universidad más antigua de Venezuela. Patrimonio de la Humanidad.

El olor indiscutible del porvenir se respiraba en esos pasillos sabios y antiguos, inspirando el valor a mis huesos flaqueando bajo el peso del nerviosismo al enfrentar una de las aventuras más trascendentales de la vida. Bueno, al menos eso creía sentir en el ambiente una vez eliminé el residuo de aquellos aromas interesantes que se pueden encontrar en cualquier vagón del metro en hora pico. ¿Es que la gente no tiene agua para una duchada rápida, aquí donde es más barata que la gasolina? O… ¿Siquiera perfume? Es normal que en países donde varíen mucho las temperaturas entre sitios la gente no pueda mantenerse olfativamente agradable pero…Es Venezuela. De broma y llueve cuando debe.

Hablando de cosas extrañas, ese primer día vi muchas. Corrijo. Excéntricas, porque las extrañas no se ven casi. Los estilos de ropa, los cabellos, las personas…Todo era tan nuevo, fuera de lo que estaba acostumbrada en ese colegio de curas que hoy se ve tan lejano en mi vida. Aunque, más que asustada o intimidada, sentí una fascinación indescriptible, una curiosidad arrobadora que ha sobrevivido a estos casi dos meses. Inmediatamente pisé la zona fuera de la estación, supe que había encontrando el lugar al que pertenecía. Mi amor por la Central nació ese instante, si no estaba ya latente desde mucho tiempo atrás.

La felicidad fue tanta que ni siquiera me importó no encontrar, al principio, el salón que indicaba la impresión arrugada, de tanto doblar y desdoblar, en mi mano temblorosa. Recuerdo que anduve pasando el galpón de Estudios Internacionales, caminé por el pasillo frente a la Biblioteca, me detuve unos instantes dudosa sin apartar la mirada ligeramente temerosa de la zona que aprendería es Tierra de Nadie, hasta que me detuve frente a la puerta cerrada de FACES junto al pequeño cúmulo de gente que allí esperaban. “Anda, si hay tantas personas con pinta de estar perdidos como yo, debe ser aquí” Me dije segura que mis predicciones eran correctas.
Me aseguré pegándome cual lapa a una chica que había conocido en la fila de preinscripción, saludando amablemente y volviendo a preguntar su nombre, porque la primera vez ni creía que volvería a verla o tratar con ella. Las amistades que se forman en las largas colas son las mejores, terminas conociendo a esa persona casi tanto como a tus amigos íntimos. Ahora lo veo, incluso entré tras ella y subí a mi primera clase, sentándome tímidamente entre los estudiantes que se volverían mis compañeros sin dudas.

Lo que ocurrió una vez llegué al pupitre es historia. Continua según cada uno de los que hemos pasado, o estamos pasando, por esos viejos salones. El primer día, común a todos, será uno de los momentos más temidos, alegres e increíbles que viviremos. Donde empezamos a conocer quiénes somos, que seremos de ahora en más. El primer día de universidad, especialmente en la Central, no es solo el inicio de un período escolar nuevo, no. Es el nacimiento de un ser pensante, dispuesto a estar allí para formarse como persona, comprometiéndose a crecer para ayudar a su pueblo, a su gente…Pero, por sobretodo, para ser feliz. Para ser aquello que nunca pudo ser en el instituto.

Por eso es que amo esta vieja ciudad, porque aquí soy aceptada por lo que guardo en mi interior. La afabilidad de las personas es increíble, se encuentran verdaderos tesoros. Conocimientos, amistades. Dejo salir un suspiro cansado mientras estoy recostada en Tierra de Nadie, asintiendo en mi mente ante los pensamientos aquí plasmados. Si, definitivamente, no cambiaría este sitio por nada. Aunque en el primer día me sentía tan sobrepasada por todo, hoy no puedo vivir sin verme estudiando aquí. Deseo saber más, conocer más. Y, vaya que satisfaré estas ganas. Aprovecharé cada momento, cada instante.

Porque, este sitio se ha convertido en mi hogar, y debo disfrutar sin ningún impedimento de él.
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